Leí por ahí, o tal vez lo oí en una charla, que en la antigüedad los griegos y romanos creían que la creatividad - esa capacidad de crear algo nuevo: pinturas, piezas de teatro, esculturas, música, conceptos científicos, o lo que fuese - no provenía de una persona sino de pequeños seres divinos que habitaban en las paredes de su estudio  y que por razones desconocidas y en momentos imprevisibles lo usarían para expresar lo que ellos quisieran. Genios los llamaban los romanos y demonios los griegos.

Cuando oí la historia no pude evitar sonreír frente a esa posibilidad.

Hasta hace poco…

Debo decir que he sido un escritor de temporadas, para que suene un poco más elegante podría decirlo en inglés y declararme un “season writer”, quiero decir que cada cierto tiempo y durante un tiempo bastante limitado, me proponía escribir y pasaba 2 o 3 noches, redactando pequeñas historias, artículos de opinión o simplemente traduciendo, del alto lenguaje de los sabios al mundano lenguaje de los míos, conceptos y teorías de las más variadas disciplinas.

Algunas de ellas las subía a mi sitio web, otras las guardaba en una memoria externa (para que no se pierdan) pero irremediablemente, ya sea porque cambiaba mi sitio o perdía la flash, la gran mayoría de ellas se perdieron.

Creo que muchos de esos escritos – y fundamentado en el benevolente criterio de algunos conocidos – fueron bastante decentes, creo, en fin, que no lo hago mal, si en verdad tenía un genio, era bastante perezoso pero hábil y – todo hay que decirlo - un poco cínico.

Pero no siempre fui así, antes, sí antes, escribía de todo y por todo, nunca faltaba en mi mochila un cuaderno de apuntes y un esfero o por último un lápiz masticado y una vieja tarjeta de presentación en mi billetera.

Esos días, estaba yo seguro, habían quedado atrás como tantas otras inútiles aficiones de mi adolescencia.

Hasta hace poco…

Estaba enfrentando una época fuerte y bastante dolorosa en mi vida y desde hace un tiempo atrás una historia de mi juventud había estado rondando en mi cabeza. Era una historia de amor, tierna, dulce y finalmente trágica, como toda historia de amor que se respete. Era una historia real que en algún momento de trance había escrito como escribía en ese entonces, en una mesa del primer café que se me pusiera enfrente y en diferentes tipos de papel: servilletas, hojas de cuaderno regaladas o hasta en los bordes de un periódico donado.

Era una historia escrita pero nunca publicada. Hoy, estoy seguro que si remuevo los varios kilos de papel que tengo guardados aparecerán por ahí los originales de esta historia.

Pero no los tenía a la mano, no había pensado escribirla.

En esa época, vagaba en ocasiones de un rincón a otro de la casa, y en otras de un extremo a otro de la calle, murmurando para mis adentros el cruel sino que me enfrentaba.

Un día, mientras medía concienzudamente los pasos que habían entre un extremo y el otro de un parque cercano, un vecino, urgido tal vez por la necesidad de saber si mi propósito era acabar con las suelas de mis zapatos o crear un surco en la vereda se animó a preguntarme:

- ¿Estás bien?

- Sí, contesté como un autómata malhumorado

Y de pronto, ante su cara de asombro, paré, sentía un deseo irresistible por escribir, ¿escribir qué? ¿Cualquier cosa? No, era esa historia que intentaba desesperadamente salir de mi corazón y no encontró otro camino que hacerlo por mi cabeza.

Toqué el bolsillo de mi camisa buscando un esferográfico, abrí mi billetera queriendo encontrar un recibo viejo o cualquier tarjeta de presentación donde escribir las ideas, nada, hace años que no llevaba ya esos utensilios conmigo. Urgido por los gritos silenciosos en mi cabeza regresé a ver a mi vecino: un esfero – casi le grité – un papel – ¡urgente!

Debió haberse asustado un poco porque tardó en responderme:

- Nnn nnno tengo vecino, no tengo, lo que necesito apuntar lo hago en mi teléfono.

Maldije a todos los dioses de la tecnología, la idea de escribir algo así en un teléfono me aterraba, no había forma de saber cuán larga sería la historia y mis pulgares se habían explícitamente declarado inútiles en ese tipo de tareas.

Desesperado saqué mi teléfono, abrí el primer editor de texto que encontré y comencé…

A medida que avanzaba en la historia sentía que no era yo, que tan solo era un instrumento, mis pulgares incansables tocaban la pantalla, casi sin errores, las palabras se escribían solas, los puntos, las comas sabían su lugar y obedientes, corrían a colocarse donde les correspondía.

Era como si ese genio se hubiese, finalmente, apiadado de mí, como si años y años de deseos, desamores y tristezas contenidas, hubieran encontrado, por fin, una vía de escape.

Pero no era un genio pequeño y maldiciente como me había imaginado que sería el mío, si lo tenía; era una presencia femenina, dulce, grande pero implacable. - Escribe - me susurraba, - escribe, deja que lo sepa, tiene que saberlo, tiene que comprenderlo, escribe, no pares…

1 página, 2 páginas, el vecino me veía y no podía creerlo, aún un poco asustado me preguntó

- ¿Seguro que estás bien?

Como en sueños me oí respondiéndole:

- Sí, seguro, es un informe que esperan de urgencia en la oficina.

Seguía, más palabras, 3 páginas, más párrafos, y ya, ya está, a ver, ¿cómo acabo? ¿Punto final?

Imposible, estas historias, las verdaderas, las del alma no acaban ni aun cuando acaban, pueden inclusive cambiar las personas pero no las historias…

Bien hecho, - escuché – o más bien sentí. Bien hecho, ahora envíaselo.

Pero aún no le he terminado dije, aún no puse el punto final

Mejor – dijo la voz – mejor, solo envíaselo

Y aún hoy, al escribir esos recuerdos no sé cómo acabará la historia, espero que no acabe, por lo que me resisto aún a poner un punto final…

Add comment


Security code
Refresh