El día había sido particularmente duro. La manada, como nunca, estuvo inquieta, malhumorada, reacia.

No fue únicamente el viento frío que los azotó durante toda la jornada, no fue el camino escarpado y lleno de filosos guijarros y duras piedras que lastimaron sus patas y sus costados, no fue la poca comida que pudieron conseguir ni la poca agua que había en el paraje.

No fue tampoco  el tiempo que tuvieron que esperar mientras él, el lobo, volvía con algo de comida.

No fue el hecho de que era una jornada más en esas condiciones.

Los jóvenes estaban creciendo, en ocasiones cuestionaban ya las decisiones del líder y dudaban que pudiera llevarlos a su destino, dudaban si el destino era el correcto e inclusive, si existía ese destino. La loba se había contagiado de la desesperanza, repetidamente alejaba su mirada del líder y cuestionaba o tal vez reprochaba sus decisiones.

El lobo volvió su mirada hacia el interior de la cueva donde ya descansaba la manada.

El día fue particularmente duro, pero el lobo sabía que no había otra salida, abajo, de donde venían, pronto las condiciones no les permitirían sobrevivir y cualquier otro camino que hubiesen tomado, irremediablemente los habría condicionado a la inhóspita sierra de donde no habrían tenido ya posibilidad de escapar durante el invierno.

Era necesario seguir, alcanzar el paso o al menos la saliente que ocultaba una cueva que podría darles refugio durante esa noche. Desde ahí sería fácil al día siguiente alcanzar el paso y entonces estarían bien. Las montañas, ya a sus espaldas los protegerían del viento y en el camino encontrarían agua y comida sin dificultad.

Pero estaba cansado

Hubiese querido rendirse a la orilla del camino y abandonarse a su destino.

Eran años, muchos años que había liderado la manada y tal vez no necesitaba ya eso.

Sus músculos habían disminuido un poco con el paso de los años; en compensación su ingenio y sabiduría habían aumentado y con ella sus conflictos. Sabía que la situación era difícil. Hoy no era únicamente convencer a los demás que sus decisiones eran las correctas, era también convencerse a sí mismo.

Pero estaba cansado.

Hace poco tiempo, en el momento más duro, había hecho uso de ese último vestigio de fortaleza, ese que aparece únicamente en los casos más desesperados. Haciendo oídos sordos a las voces que le pedían que regrese, que no se vaya, que no los deje ahí solos, se había adelantado a la manada, abrió paso entre unos arbustos pelados que conservaban sus espinas y apartó con sus patas todos los guijarros puntiagudos que pudo encontrar hasta llegar a la saliente. Bajó, puso a la loba al frente y bajó nuevamente en busca de comida.

Sabía que sería difícil, los conejos preferían a esas horas el calor de sus madrigueras y muy pocos se aventuraban fuera de ellas.

Pero no había otra opción: bajó, buscó, corrió, atacó, una y otra vez, pero finalmente lo consiguió. Las piedras habían herido aún más sus costados y sus patas sangraban por los guijarros, y así, entre dolor y esperanza, volvió a subir a la saliente. La manada lo vio llegar. Curiosamente (¿o no) se sintió de nuevo lleno, traía comida en su hocico, orgullo en sus ojos y ternura en su corazón.

La comida y el calor cambiaron los ánimos, conversaron, hablaron del día, de lo duro del camino, de la belleza del paisaje cuando miraban atrás, de lo que restaba por hacer, de lo cerca que estaban y, poco a poco, uno a uno cayeron en un merecido sueño.

El lobo los miró descansando y, lentamente, como para no levantar ninguna sospecha, volvió a la entrada de la cueva, volvió a verlos una vez más -nunca se cansaba de hacerlo- y se recostó.

Miró nuevamente hacia el valle de donde habían venido, repasaba lo sucedido, miraba hacia lo lejos, miraba a la cueva, lamía sus heridas y pensaba.

El día había sido particularmente duro.

- Debo dormir un poco – pensó

Intentó cerrar sus ojos, poner en blanco su mente, pero no pudo.

Una y otra vez volvían a su memoria los recuerdos de la jornada, aún no estaba todo superado, aún falta un poco – se dijo – pero ya podrían hacerlo solos.

Tal vez era tiempo de dejarlos.

- Están listos – se decía, - La loba, fuerte, valiente e inteligente como pocas siempre tuvo el sueño de lograrlo sola. Ella quería, o quizás necesitaba demostrarle al mundo que podía hacerlo.

Los jóvenes habían crecido, eran fuertes, decididos y sagaces, -el resto se los dará la experiencia – pensaba

Y él estaba cansado.

Eran ya muchos años de dormir apenas al final de la noche sintiendo solo las caricias del deber cumplido.

¿Le pesaba?

¡Ah, no!, para nada.

Los recuerdos de las etapas superadas, los juegos en el valle, las preguntas sin cesar de los lobeznos, su mirada de incredulidad cuando les contaba historias de las estrellas y de más allá de ellas, los ojos llenos de amor y gratitud, compensaban con creces el peso de la noche sobre su lomo.

Los ojos de la loba, cuando brillaban llenos de ilusión rompían la oscuridad y alivianaban cualquier peso.

- No había visto brillar esos ojos hace mucho tiempo – pensó

Tal vez era hora de seguir su camino solo.

Miró a su manada, miró al camino,

- No sería fácil – se dijo- dejar todo. Sería muy duro no ver ya todos los días esos ojos despertando de un sueño profundo a instancias de la loba, sonreír para sus adentros al escuchar las quejas de pereza, reír con sus ocurrencias y descubrir, o quizás encontrar, la calidez de un amor no expresado y reprimido en sus corazones.

Tal vez, era mejor esperar una temporada más, una vida más si hacía falta, abrir camino, subir, cargar, cazar, buscar refugio, pelear lado a lado con la loba por defender a la manada y lamer después sus heridas en soledad y silencio, cuando nadie más lo intuyera, pero ver, cada noche al ocaso, cada día al amanecer, los ojos de amor en su familia, hasta que, irremediablemente, fueran partiendo, quizás a otros campos, quizás a otras vidas.

Sí tan sólo se acercase- se dijo

O tal vez era mejor levantarse y de un salto tomar el sendero abierto y ser libre, correr por el páramo o por el valle si eso quería, escalar las pendientes más agrestes por el simple hecho de querer subir y bajar después por el simple de querer bajar.

Encontrar otras manadas, y pasar – un tanto distante – pero asegurándose de poder ser visto por un grupo de lobas, adoptar un aire altivo y descuidado y percibir, apenas con el rabillo del ojo, a aquella que más belleza e interés mostrara y luego, con una mirada, invitarla a acercarse sigilosamente y pasar con ella una luna, tal vez dos y luego, cualquier noche, alejarse sin mirar atrás y sin remordimientos.

Y comer si tuviera hambre, dormir si tuviera sueño, pero recordar en cada ocaso, en cada amanecer los ojos de la manada y sentir – tal vez – una vez más la inmensidad del cielo ahora sin estrellas, aunque miles de ellas brillasen en la oscuridad.

Sus ojos se cerraron, pasaron 2 o 3 segundos y súbitamente le asaltó otra idea

- O tal vez – pensó - solo tal vez

Tomar el sendero, alejarse lo suficiente para no poder oír las voces que lo hubieran buscado al amanecer ni los lamentos al descubrir que ya no está y que no volvería.

Y, esperando un tiempo, acercarse muy lentamente, a una distancia prudencial para no ser descubierto y, desde entonces, nunca perder su rastro, estar en forma, listo para abalanzarse sobre un oso si fuera necesario y descargar entonces, sobre el agresor, toda su furia, toda su rabia, todas sus frustraciones, todos los “te amo” no escuchados y, después volver en silencio sobre sus pasos, tal vez ya no tan firmes, tal vez ya no tan limpios.

Pero saber que en algunas ocasiones algunos de ellos, los que siempre serán su manada, sentirán su mirada y caminarán confiados, sí, tal vez melancólicos pero con dulzura en su corazón.

Miró al camino, miró a la manada

No están listos - se dijo – o quizás eso quiso creer.. - Una jornada más, ya mañana, quién sabe…

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